Ayer traíamos aquí un artículo de Javier Cercas que me pareció magnífico. Lo recomiendo, léanlo. El artículo me hizo reflexionar acerca de la dificultad de hablar y de establecer “los derechos” de los animales y de mantener una posición ética coherente en la relación hombre/ animal –o mejor dicho con respecto al resto de animales. Me parece que el problema radica en que una auténtica relación moral con el otro sólo se sostiene sobre la consideración de éste como un igual. Y esa universalización que puede hacerse efectiva para todos los hombres independientemente de raza, cultura, sexo, edad, difícilmente puede llevarse a la práctica con los animales sin caer en serias dificultades fácticas y lógicas. Se pueden juzgar éticamente muchos comportamientos del hombre con respecto al animal, sí, por ejemplo un maltrato arbitrario a un animal lo consideramos moralmente reprobable, pero su carácter ético se constituye en relación con uno mismo o con lo otros hombres y no con el animal [al que consideramos sensible pero no moral]. De esta forma [en relación con nosotros mismos] los hombres fijamos las conductas que nos parecen condenables y las que nos parecen aceptables; en general hacer sufrir o matar a un animal arbitrariamente, sin ningún motivo o por placer nos parece reprobable mientras que hacerlo con el fin de alimentarnos o alimentar a otros no nos parece reprobable. Pero todos estos límites se desvanecen si tratamos al animal como un auténtico sujeto moral, como un sujeto de auténticos derechos, como un semejante [no simplemente un ser sensible]. Tenemos que conceder que pocas cosas nos parecerían tan aberrantes como criar hombres con el fin de alimentarnos, no digamos hacerlo de forma industrial, organizada y en cantidades ingentes. La vida de la gran mayoría de los hombres se sostiene sobre una radical diferencia entre los humanos y el resto de los animales, a los cuales consideramos a nuestra entera disposición –al menos en lo que al estómago se refiere. Desde una consideración moral del animal hay pocas dudas de que la muerte del toro en la plaza no es más detestable que la muerte industrial en mataderos, donde el animal no recibe otra consideración que la de ser carne. En la polémica sobre el asunto de los toros en Cataluña se ha acusado a los abolicionistas de contaminación por razones políticas, pero la gran mayoría ha manifestado –y no pongo en duda su sinceridad- hacerlo por razones estrictamente “animalistas”. Pero habría entendido mejor que se dijese que lo hacían por razones “humanitarias”; ¿desde una posición “estrictamente animalista” no habría que cerrar antes los mataderos? Porque comer carne parece una cuestión de placer culinario.
He comprobado que el canon del género "toros sí, toros no" exige confesiones, así que confieso no ser aficionado a los toros –quizá asistí a alguna corrida en mi infancia, pero creo que eran “charlotadas”, apenas lo recuerdo pero no creo que hubiese derramamiento de sangre. Por televisión los toros siempre me parecieron un tostón similar al tenis. Una de mis aficiones actuales es el cultivo de hortalizas. El invierno no es muy bueno para el huerto, pero este fin de semana he aprovechado para plantar dos cerezos y comenzar un seto. El trabajo y el frío abren el apetito, y quizá por eso las chuletas que asé en la lumbre las encontré verdaderamente sabrosas acompañadas con un buen vaso de vino tinto. Por último confieso haber sido el dueño de un perro, al que nunca insulté llamándole hombre como dicen que hacía con su caniche el faltón de Schopenhauer.
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He comprobado que el canon del género "toros sí, toros no" exige confesiones, así que confieso no ser aficionado a los toros –quizá asistí a alguna corrida en mi infancia, pero creo que eran “charlotadas”, apenas lo recuerdo pero no creo que hubiese derramamiento de sangre. Por televisión los toros siempre me parecieron un tostón similar al tenis. Una de mis aficiones actuales es el cultivo de hortalizas. El invierno no es muy bueno para el huerto, pero este fin de semana he aprovechado para plantar dos cerezos y comenzar un seto. El trabajo y el frío abren el apetito, y quizá por eso las chuletas que asé en la lumbre las encontré verdaderamente sabrosas acompañadas con un buen vaso de vino tinto. Por último confieso haber sido el dueño de un perro, al que nunca insulté llamándole hombre como dicen que hacía con su caniche el faltón de Schopenhauer.
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