
2009 ha comenzado literariamente intenso; en este mes de enero he podido saldar una vieja deuda: Pedro Páramo, y retomar un aplazamiento: Todos los hermosos caballos. Ambos tienen algo en común: México; su desierto, sus gentes, su violencia [espeluznante la historia que dan estos días las televisiones sobre el ocultamiento de crímenes del narcotráfico ], su magia, su profundidad cósmica. La perspectiva, sin embargo, es distinta. De una parte la visión desde dentro –y hacia dentro- de Juan Rulfo, enraizado con su mundo desde el nacimiento, y antes de él, por la familia y las generaciones; el retorno de Juan Preciado hacia su centro. De otra, Cormac McCarthy, la mirada del norte; la epopeya de John Grady Cole, el extranjero en su viaje hacia el sur; un viaje, como todos, de formación y descubrimiento.
Mis nociones acerca de México se reducían a unos escasos tópicos: imágenes inconexas del western, la belleza de Salma Hayek, los tipismos musicales, la Coronitas, el tequila, y algunos platos típicos en los “típicos” restaurantes mexicanos. Literariamente tengo tan solo una experiencia reciente y precisamente también con McCarthy, Meridiano de sangre, una novela intensísima, pero , a mí juicio, sin la rara belleza y la finura de la que hoy trataba. Hace casi dos décadas leí con deleite a Castaneda, fueron unas lecturas de verano de las que guardo muy buenos recuerdos, sobre todo humorísticos ante la ingenuidad desvalida de Carlitos frente a Don Juan y Don Genaro.
Pero de todas estas lecturas emerge, como gran protagonista y seductor, el paisaje, sean las montañas, la pradera, y sobre todo el desierto. McCarthy es un verdadero maestro en la descripción poética y cósmica –metafísica.
“El desierto por el que cabalgaba era rojo y rojo el polvo que levantaba, el polvo fino que cubría las patas del caballo que montaba [...] en el crepúsculo topó con un toro solitario revolviéndose en el polvo contra la puesta de sol de color rojo sangre como un animal en el tormento de un rito [...] cabalgaba con el sol cubriéndole la cara de cobre [...] jinete y caballo pasaban de largo y sus largas sombras pasaban en tándem como la sombra de un solo ser. Pasaban y palidecían en la tierra oscurecida, el mundo venidero” Todos los hermosos caballos.
Y les debo dejar pues me aguardan, En la frontera, Ciudades de la llanura y El Llano en llamas.
Mis nociones acerca de México se reducían a unos escasos tópicos: imágenes inconexas del western, la belleza de Salma Hayek, los tipismos musicales, la Coronitas, el tequila, y algunos platos típicos en los “típicos” restaurantes mexicanos. Literariamente tengo tan solo una experiencia reciente y precisamente también con McCarthy, Meridiano de sangre, una novela intensísima, pero , a mí juicio, sin la rara belleza y la finura de la que hoy trataba. Hace casi dos décadas leí con deleite a Castaneda, fueron unas lecturas de verano de las que guardo muy buenos recuerdos, sobre todo humorísticos ante la ingenuidad desvalida de Carlitos frente a Don Juan y Don Genaro.
Pero de todas estas lecturas emerge, como gran protagonista y seductor, el paisaje, sean las montañas, la pradera, y sobre todo el desierto. McCarthy es un verdadero maestro en la descripción poética y cósmica –metafísica.
“El desierto por el que cabalgaba era rojo y rojo el polvo que levantaba, el polvo fino que cubría las patas del caballo que montaba [...] en el crepúsculo topó con un toro solitario revolviéndose en el polvo contra la puesta de sol de color rojo sangre como un animal en el tormento de un rito [...] cabalgaba con el sol cubriéndole la cara de cobre [...] jinete y caballo pasaban de largo y sus largas sombras pasaban en tándem como la sombra de un solo ser. Pasaban y palidecían en la tierra oscurecida, el mundo venidero” Todos los hermosos caballos.
Y les debo dejar pues me aguardan, En la frontera, Ciudades de la llanura y El Llano en llamas.