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Eliecer explicaba a José al pie del árbol divino. El mozo, a instancias del viejo, lo apuntaba todo y se lo leía a sí mismo en voz alta, con la cabeza apoyada en el hombro, hasta sabérselo de memoria. Por supuesto, la lectura y la escritura eran la base y el acompañamiento de todo; de otro modo las cosas pasarían fugazmente por el oído de los hombres para olvidarlas enseguida. Por eso José tenía que sentarse muy erguido al pie del árbol, con las piernas cruzadas, y sostener en su regazo los utensilios de escritura: la tabla de arcilla en la que grababa con el buril signos cuneiformes, o las hojas pegadas de tejido de junco, o la piel alisada de oveja y cabra, sobre los que iba alineando sus garabatos con la caña estrujada por los mordiscos o tallada en punta, que sumergía en los huecos rojo y negro de su tintero. Unas veces se valía de la escritura del país, la escritura humana que le servía para retener su lengua y modo de hablar cotidiano (...); y otras, de la escritura divina, la oficial y sagrada de Babel, la escritura de la ley, de la doctrina y de las leyendas [...]
Luego José se marchaba con paso garboso en busca de sus hermanos, que andaban por los campos o los pastos, para hacerles de zagal, en las tareas menos arduas. Pero ellos decían, enseñando los dientes:
"¡Mirad ahí viene con paso garboso el fantoche de los dedos entintados, después de pasarse el día leyendo piedras de antes de la Inundación! ¿Se dignará a ordeñar las cabras, o sólo viene a acecharnos, a ver si el les cortamos trozos de carne a los animales para echarlos al puchero? ¡Ay, si fuera por las ganas que tenemos de apalearlo, no se iría de rositas, como por desgracia sucede por culpa del Terror de Jacob!."
José y sus hermanos. Vol II. El joven José. Thomas Mann.
La glosa otro día.
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