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... en el borde del desierto y cerca de la región verde, los viajeros vislumbraron una cordillera de lo más peculiar: figuras geométricas formadas por caras triangulares, cuyas aristas puras se elevaban oblicuamente hasta converger en vértice afilado. No obstante, aquello no era obra de los dioses, sino del hombre: se trataba de las colosales construcciones de las que se hablaba en todo el mundo y que el anciano ya había descrito a José; la tumbas de Jufu, Jefrén y otros reyes de tiempos remotos, erigidas por cientos de miles de esclavos que habían trabajado sin aliento, a golpe de látigo, durante decenas de años, dejándose la piel en aquella tarea ardua y monótona; habían extraído de las canteras de Arabia millones de bloques de granito que pesaban toneladas, los habían arrastrado hasta el río para llevarlos al otro lado en embarcaciones, y luego, entre gemidos de esfuerzo los habían subido por rampas hasta la orilla del desierto libio, donde, desafiando las leyes naturales, los habían izado valiéndose de poleas y apilado hasta alcanzar la altura de una montaña; esclavos que caían y morían bajo el sol abrasador del desierto, con la lengua fuera a causa de la extenuación, con el fin de que el dios-rey Jufu pudiese reposar debajo, en el interior de una cámara protegida por el peso de siete millones de toneladas de piedra, con un ramo de mimosas sobre el corazón.
Hace ya más de un cuarto de siglo que recostado en el asiento trasero de un Seat 1430 leía Del yo al nosotros de Valls Plana, un comentario a la Fenomenología del Espíritu de Hegel, cuyo sistema idealista se me resistía (o quizá era yo quien se resistía). Cruzábamos la meseta castellana desde el sur en dirección a Vitoria. Agosto ofrecía un paisaje de secos rastrojos entre escasas sombras de encinas -o de álamos en el cauce seco de los arroyos. La llanura interminable era apenas interrumpida por frondosas sierras para retornar sofocante y desértica "...tierras para el águila". Y de repente, en el horizonte y sobre la ciudad, emergía una mole gris de contornos puntiagudos: la catedral.
Imaginar el desvarío y el esfuerzo necesario para acarrear la piedra y levantar aquella desmesura de entre los rastrojos -y pensarlo en el modo del entusiasmo y de las tragedias humanas- fue un destello que dejó traslucir la verdadera esencia -y la potencia- de ese Espíritu Absoluto que en vano trataba de descifrar. Esa tarde de agosto en Burgos empezaron a cobrar sentido para mí las palabras de todos aquellos con los que había tratado de acceder al pensamiento de aquel suabo de ojos grises, cuyo retrato en la Alte Nationalgalerie de Berlin me defraudó en su ingenuidad pastel. No ocurrió lo mismo en el museo egipcio ante el inquietante ojo tuerto de Nefertiti.
José y sus hermanos. Vol III. José en Egipto. Thomas Mann.
Hace ya más de un cuarto de siglo que recostado en el asiento trasero de un Seat 1430 leía Del yo al nosotros de Valls Plana, un comentario a la Fenomenología del Espíritu de Hegel, cuyo sistema idealista se me resistía (o quizá era yo quien se resistía). Cruzábamos la meseta castellana desde el sur en dirección a Vitoria. Agosto ofrecía un paisaje de secos rastrojos entre escasas sombras de encinas -o de álamos en el cauce seco de los arroyos. La llanura interminable era apenas interrumpida por frondosas sierras para retornar sofocante y desértica "...tierras para el águila". Y de repente, en el horizonte y sobre la ciudad, emergía una mole gris de contornos puntiagudos: la catedral.
Imaginar el desvarío y el esfuerzo necesario para acarrear la piedra y levantar aquella desmesura de entre los rastrojos -y pensarlo en el modo del entusiasmo y de las tragedias humanas- fue un destello que dejó traslucir la verdadera esencia -y la potencia- de ese Espíritu Absoluto que en vano trataba de descifrar. Esa tarde de agosto en Burgos empezaron a cobrar sentido para mí las palabras de todos aquellos con los que había tratado de acceder al pensamiento de aquel suabo de ojos grises, cuyo retrato en la Alte Nationalgalerie de Berlin me defraudó en su ingenuidad pastel. No ocurrió lo mismo en el museo egipcio ante el inquietante ojo tuerto de Nefertiti.
3 comentarios:
Un bello texto, precedido del fragmento de José y sus hermanos, que sé que tanto te maravilla. Observo que te atrae la filosofía alemana mucho más que la francesa (tan burbujeante) o la inglesa. Yo poco puedo aportar sobre ello. Soy lego. Sólo lo intenté un año en que tenía filosofía en primero de filología. Te fascinan los sistemas ordenados, asentados, perfectos, tallados como en las caras de un prisma. Entiendo tu reflexión y la relación que estableces entre la idea del surgimiento del espíritu en esa descripción de las pirámides y tu avistamiento de la catedral de Burgos en medio de la planicie y el secarral. Tal vez tienes añoranza de un tiempo en que la filosofía y el Espíritu tenían tintes titánicos y no te interesa el mundo filosófico actual, no sé si caracterizado por el pensamiento débil, el fragmentarismo...
El surgimiento del Espíritu fue fruto del dolor, de la explotación, de la extenuación y la muerte de miles y miles de esclavos que construyeron las pirámides para albergar la momia de un faraón con un delicado ramo de mimosas sobre el corazón. ¡Qué delicadeza! Y la catedral de Burgos en alguna forma no tan descarnado pero también resultado del trabajo inmenso durante decenas y decenas de años, tal vez siglos. ¿Qué metáforas somos hoy capaces de proponer semejantes a estas? ¿Ha progresado el espíritu humano o somos meres peleles de la intrascendencia como sospechaba Samuel Beckett? Sé que no tiene nada que ver, pero yo a veces distingo en las palabras de mis alumnos, cuando se hacen densas, el aleteo del espíritu humano. No veo la catedral de Burgos ni la masa ciclópea de las pirámides pero sí una brizna de ese espíritu que no puede haber desaparecido, aunque vivamos dominados por la estética de los centros comerciales y la vida cotidiana se asemeje a un fast food irrelevante. Quiero pensar que aún tenemos capacidad de urdir metáforas en la amplitud del desierto o del páramo. Pero para ello, hay que creer en ellas. Pienso que tu post y el mío subterráneamente tienen puntos en común, pero no puedo ofrecer ese sistema hegeliano suabo, ni la perfección kantiana ni puedo acercarme a Wittgenstein (lo he escrito sin mirar, así que no sé si está bien), pero sí que mis ojos intentan contemplar la inmensidad (aunque sin sistema coherente alguno).
Saludos.
Joselu
Decía Nietzsche que lo que más se parece a un espíritu es un estómago. Merece la pena meditar sobre esa afirmación y contrastarla con nuestras vivencias.
Y vaya sí cambian los estómagos... de un codillo con sauerkraut a unos nudos esferificados de yogur con ficoide glaciale, alcaparras y «beurre noir»,¡ hay todo un mundo!
Gracias Joselu por tus meditados comentarios. Un saludo
Al revés, Joselu, al revés: El surgimiento del Espíritu fue causa del dolor, de la explotación, de la extenuación y la muerte de miles y miles de esclavos que construyeron las pirámides
para albergar la momia de un faraón, de un dios, con un delicado ramo de mimosas sobre el corazón. Así de egoísta fue, es y será siempre.
Salud.
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