
Hablar de vejez y de respeto no es signo de discurso políticamente correcto, conviene por tanto tratar de ello. Un lugar común que viene repitiéndose desde los tiempos de Aristófanes es achacar a los jóvenes conductas irrespetuosas hacia los viejos. Y efectivamente pertenece a la naturaleza de la juventud el encontrar su lugar enfrentándose a sus mayores; en la manada el joven reta al macho dominante que indefectiblemente acabará por perder sus privilegios y retirarse humillado. La vida se renueva a través de sus eternos ciclos de nacimiento, decadencia y la muerte. El respeto y la veneración hacia los ancianos es, sin duda, algo antinatural; un rasgo esencialmente humano que nos distingue de las bestias. Es vil e infame el joven que humilla al viejo. No hay educación cabal que no se oriente al respeto hacia los mayores, pues sin ese respeto descendemos en la escala animal hasta la bestia. Esa queja intemporal sobre la irrespetuosidad de la juventud tiene su fundamento en esa tendencia natural que la humanidad está obligada a sofocar constantemente. Los jóvenes de hoy no son más beligerantes con los viejos que los jóvenes de otras épocas, pero quizá nunca se ha hablado menos del respeto a la vejez como actualmente, y quizá nunca antes se había exigido respeto a la juventud –me pregunto de que será signo esta exigencia, y me parece percibir que desprende cierto aroma a barbarie.
Tomar partido por la juventud es tomar partido por la vida. En la oposición vida y cultura es precisamente la cultura el polo más frágil y el que a la postre resultará perdedor. Por eso mismo el que merece ser defendido.
Es esta una de nuestras objeciones a Nietzsche.