En estos mundos cibernéticos es muy común leer el lamento (tópico) acusador, o acusación en tono doliente, acerca de la tecnofobia de muchos docentes, del pobre conocimiento de las nuevas tecnología y su inapreciable uso en la práctica docente, a esta falta suele ir asociada una práctica que se juzga obsoleta, aburrida y aborrecible, basada en la palabra, la escritura y la lectura (a PÈL). Voces de profesor y alumno, lápiz o similar, más libreta –no necesariamente de anillas- y libros; técnicas centenarias –milenaria con ajustes- que parecen no ser válidas ( viejas, gastadas, fracasadas, oigo la letanía) para los “nuevos retos”, para “los nuevos problemas”. En consecuencia se pide “innovación educativa” con comprensible arrogancia y desprecio frente a la carcundia de “a PÈL”.
Pero, me fui por las ramas, quería hablaros de mí. Soy lector habitual con rachas compulsivas desde los ocho años. He utilizado lápices, bolígrafos, estilográficas y rotuladores de todos los tipos y colores, el uso de teclado lo asocio al uso de ordenadores, nunca escribí con máquina mecanográfica, los pocos intentos rivalizaban en lentitud y erratas; entenderéis, sin más explicación, que recibiera los procesadores de texto como una bendición. Prácticamente desde hace veinte años utilizo ordenadores de forma habitual y desde el año 96-97 ( ay la memoria) utilizo internet, eran los tiempos de infovía y del posterior tarifazo, - tiempos de módems de 56 Kbps y línea telefónica continuamente comunicando- Desde entonces uso ordenador de forma habitual para escribir, comunicarme, para informarme... hasta tengo un blog¡. Pero son raros los días que he utilizado un ordenador dentro del aula, apenas en algunas materias optativas y “marginales”. Esporádicamente he hecho uso de vídeo; supone reservar de antemano -no siempre posible- y debes arrastrar un mueble con televisor por pasillos atestados de seres altamente móviles (que se mueven movidos según un principio interno de movimiento acorde a su propia naturaleza, que diría Aristóteles) con el consiguiente peligro para tan escasos y preciados aparatos; ya dentro del aula, generalmente, suele haber problemas con el euroconector, o cualquier otro enchufe, tras varios intentos (nunca el primer día) se consigue hacerlo marchar -10 minutos de algarabía mediante-, aunque periódicamente se debe reajustar el conector para seguir disfrutando de la película, documental o lo que fuere. Los textos no suelen dar tantos problemas.
Y volviendo a los ordenadores, a la tecnofobia y a la innovación educativa; resulta que en mis cursos suelo tener más de 35 alumnos por aula, y me pregunto ¿serán éstos “los nuevos retos y los nuevos problemas”?
Apéndice para pacientes optimistas.
Quiero acabar de forma positiva esta vez. Creo que la “tecnofobia” no es tal y que se solucionará con un poquito de tiempo y paciencia. En realidad utilizaremos esas técnicas cuando sean tan corrientes y tan poco problemáticas como usar un bolígrafo. ¿Acaso utiliza hoy alguien tintero y plumas de aves? . Mientras tanto algunos pioneros, por tener condiciones favorables o por mayor arrojo, irán marcando el camino. Personalmente los envidio y les agradezco el trabajo, pero pediría que ni su posición, ni su valor, sean un arma contra los que somos menos afortunados o más timoratos. Por supuesto, parafraseando a Wittgenstein, cuando todos los problemas tecnológicos se hayan solucionado, los problemas educativos no se habrán siquiera rozado.
Acerca de un tema similar hay una interesante discusión abierta en Pedagogía y natación.
Y sobre tecnofobia en Profesores tecnófobos.
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